Previously on… Cap. 4: Under rug swept
Aun no entiendo bien qué significa madurar.
Pero lo que quiero es ser una persona que no te defraude,
cuando, algún día y en algún lugar, nos volvamos a encontrar,
dentro de mucho tiempo.
Makoto Shinkai, 5 centímetros por segundo
Abrí mis brazos y ella vino hacia mí, sonriendo. Permanecimos abrazados por largos segundos, frente a toda la gente que estaba cenando alrededor nuestro; en una extraña simetría, el momento me sonó similar a nuestra despedida en la estación de trenes, veinticinco años antes. Era un inicio prometedor, tal vez demasiado, vistos los antecedentes. Efectivamente, una vez evaporado ese instante, ya sentados frente a frente, las cosas empezaron a seguir un patrón más lógico y esperable.
La primera parte de la reunión tuvo los aspectos negativos que eran predecibles, vista su naturaleza a dos caras. Por un lado, el haber pasado las últimas dos décadas sin mayor comunicación justificaba una torpeza dialéctica, alimentada a base de anécdotas más o menos fútiles, el inevitable repaso en salud, dinero y amor de medio árbol genealógico, y algunos baches de embarazoso silencio. Por el otro, la tendencia a tomar partidos opuestos sobre los puntos más triviales que se puedan imaginar, cocida al punto en nuestra etapa de intercambio electrónico, volvió con creciente entusiasmo, reflejándose en tantos pero y tantos ya que una discusión más acalorada parecía estar a punto de hacer su ingreso en el restaurante.

El Perro y la Galleta fue el lugar elegido para el reencuentro

La primera mesa de la izquierda fue la “mesa testigo”
La llegada de la cena puso freno a esa tendencia. Entre bocado y bocado, había menos tiempo para monólogos y melée, así que empezaron a surgir tópicos más sustanciosos: en qué momento de nuestra vida y de nuestras relaciones nos encontrábamos, qué planes y sueños habían quedado en el tintero, y cuáles, por su parte, habían sido estibados al fondo de un almacén polvoriento. Así, sin darnos cuenta, el reloj fue acelerando. Nos pasamos ampliamente el tiempo de la reserva y prácticamente, con firme gentileza, nos invitaron a irnos, que ya estaba bueno. Dejados a la deriva, y con aun varias leguas por cubrir, terminamos echando anclas en un bar cercano, que en un primer momento habíamos descartado hipócritamente por parecer muy de vejetes, y allí pusimos en escena el tercer acto de la reunión.
Que, por cierto, se abrió con fuegos artificiales, con una señal del destino que nos dejó ojipláticos: la lista de cócteles estaba encabezada por el pisco sour. Semejante coincidencia, con una bebida tan relacionada a parte de nuestra historia común, sonaba estremecedoramente de buen augurio, por lo que no dudamos en pedir inmediatamente dos copas. Pero claro, Ramsay Bolton diría que, si crees que esto tiene un final feliz, es que no has estado prestando atención: el pisco se les acababa de terminar. No sé si llegué a reír en voz alta, o me guardé la carcajada en algún rincón de mi cabeza, porque era todo tan metafórico que daba tranquilamente para eso.
El impase no interrumpió el flujo de conciencia iniciado en el restaurante, porque los diques ya llevaban horas abiertos, y la marea empezaba a rozar el análisis de qué nos pasó y por qué. Nunca habíamos hablado al respecto, incluso mientras estaba sucediendo. Algo estaba pasando. Algo significativo, probablemente el cierre agridulce, aunque cierre al fin, que me habían augurado mis estudiantes meses atrás. El equivalente del último intercambio de miradas entre Mia y Sebastian antes del fade to black.
Inesperadamente, Ella mencionó que se estaba haciendo tarde, porque el día siguiente tenía que ir a trabajar. Yo, de vuelta, comenté que también tenía que volver a una hora decente al hotel, puesto que aún no había hecho las maletas. No le di importancia al asunto, y me pareció que ella se había olvidado del tema, puesto que seguimos conversando como si nada hubiese pasado.
Cuando, minutos después, se repitió el mismo concepto, asumí que era una muletilla coqueta, algo en plan quiero que sepas que sé que es tarde y que debería estar en otro lado, y aun así prefiero seguir haciendo esto. Porque además sabía que no había nadie en casa esperándola, pues su chico estaba de viaje, y que frente a ciertos eventos uno se la juega y si se pierden horas de sueño, amén, que para algo existe la cafeína. Y lo más importante, yo me encontraba muy cómodo con lo que estaba sucediendo; mi última preocupación era el reloj. Al fin y al cabo, tenía claro que una situación así difícilmente se repetiría y quería aprovechar cada segundo.
Pero cuando la alarma verbal siguió sonando con cada vez más frecuencia, empecé a interrogarme si no estaba frente a un mecanismo de alerta, una señal consciente o inconsciente de su parte que indicaba que estábamos superando alguna barrera preestablecida, y era hora de poner marcha atrás. Como muchas veces en el pasado, mi primera reacción fue de fastidio, con tendencia a enojo. Una voz dentro de mí me pedía expresarlo abiertamente.
Nos vemos después de miles de años, he cruzado literalmente océanos y continentes para hacer esto, al fin hemos logrado establecer una conexión que nos permite decirnos lo que debimos decirnos hace tanto tiempo, ¿y te preocupan las horas de sueño? ¿Cuántas veces has ido a trabajar casi sin dormir por cosas menos importantes? ¿Cuántas veces crees que me tendrás al frente para decirme lo que quieras, sin una pantalla de móvil de por medio, sin más ojos u oídos cerca?
Al volver a oír la frase que me generó esa alergia, estuve a punto de abrir la boca y empezar a entonar esa canción. De golpe, algo cruzó mi cabeza.
Sólo te pido que, por favor, no le hagas daño.
Y todo me quedó claro, por primera vez. Todo lo que siempre estuvo mal. Todo lo que siempre hice mal.
Sentí como una esquina de boca se elevaba, lentamente. Por primera vez, había mirado fijamente al abismo, y había logrado alejarme antes de que él también mire dentro de mí. Aquello valía una sonrisa.
Sí, ya es tarde.
Tomamos un solo taxi, dado que estábamos en la misma ruta. En el apuro de la salida del bar, ya desierto, la foto conmemorativa que habíamos pactado al iniciar la cena quedó perdida en el olvido, y Ella se percató de esa falta cuando ya estábamos en camino hacia mi hotel, la primera parada del itinerario. La intentó subsanar con un selfie de emergencia, buscando aprovechar las luces interiores del coche, lo que complicó obtener un resultado de calidad aceptable. Para Ella, es la peor foto de la historia; para mí, no. Ella recriminaba que me veía muy achinado, casi irreconocible.
Yo lo veo de otra forma. En esta foto, esta vez sí, estoy mirando directamente a la cámara, no a un punto lejano del universo. Y estoy sonriendo. Vaya si estoy sonriendo.
El taxi llegó frente a mi hotel. Repetimos buenas intenciones de no dejar pasar mucho tiempo antes de volvernos a ver, como en tantas ocasiones anteriores, y nos dimos un último abrazo. Bajé y cerré la puerta; al llegar frente a la puerta del hotel algo me detuvo. Giré y la vi dentro del taxi, hablando con el conductor. Traté de absorber cada detalle de esa imagen.
Un aeropuerto. Una estación. Una esquina de Madrid.
Ella nunca se volteó. Nunca me vio, parado en una gélida noche de invierno, a una vereda de distancia, mirándola, listo para levantar una mano y decirle una vez más adiós. El taxi se fue.
No dejamos nada detrás de nosotros. No intercambiamos una última sonrisa. No vivíamos en La La Land.
Pero no era necesario nada de eso.
Aún si perdiésemos definitivamente contacto y nuestras vidas no se volviesen a cruzar nunca más, si éste hubiese sido realmente el último capítulo de la novela, nadie me quitará la sensación de que al fin encontré la salida a un laberinto de treinta años, por mi cuenta, sin esperar que el destino me la muestre o exigir que alguien más dé ese paso conmigo.
Porque, a fin de cuentas, es uno mismo quien tiene que construirse un lugar en el cual ser feliz.
Y creo que los dos, a nuestra manera, lo hemos logrado.
The kids are alright.